La onicofagia es el hábito de morderse las uñas, algo más común de lo que parece tanto en mujeres como en hombres, sin distinción de edad. Suele aparecer en momentos de estrés, ansiedad, aburrimiento o concentración intensa, como cuando el cerebro dice “estoy nervioso” y la boca responde por su cuenta. Aunque parezca inofensivo, con el tiempo puede dañar uñas, cutículas, dientes y hasta provocar infecciones, porque las manos no son precisamente un ejemplo de esterilidad científica.
La prevención empieza por identificar el detonante: nervios, costumbre automática o tensión emocional. Mantener las uñas cortas y limpias ayuda bastante, igual que usar esmaltes con sabor amargo o tratamientos fortalecedores, tanto en mujeres como en hombres. También sirve ocupar las manos con otra cosa —una pelota antiestrés, un lápiz, una goma— para engañar al hábito mientras el cerebro aprende un camino nuevo. No es magia, es reeducación conductual versión cotidiana.
En cuanto al control y tratamiento, lo más efectivo suele ser combinar estrategias. Trabajar el manejo del estrés, mejorar hábitos de sueño y, si es necesario, acudir a un profesional de la salud o psicología puede marcar la diferencia. Cuando hay daño en las uñas o infecciones, un dermatólogo puede orientar el tratamiento adecuado. La clave está en la constancia: dejar la onicofagia no es cuestión de fuerza de voluntad heroica, sino de pequeños cambios repetidos hasta que el hábito se rinde y las uñas celebran su jubilación del mordisqueo.

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