RAÚL VÁZQUEZ ESPINOZA

Entre la poesía y la escuela no
existe reconciliación posible. Por
lo menos, no desde la orientación que la escuela actual tiene.
Y hablo de la escuela entendida como escolaridad. Leemos
versos, cantamos rimas, repetimos, hasta la neurosis, palabras
poéticas que muchas veces son
meros artilugios verbales. La
escuela, como institución, está
pervertida desde la raíz hasta la fronda (por lo menos para el caso
mexicano). En ese sentido, la experiencia poética se vuelve burocrática. Libros del Rincón, libros
de grandes poetas institucionales
editados desde SEP, lectura de
villancicos, canciones infantiles,
guitarra, parloteo, gimoteo; en fin,
todo esto desde lo propiamente
didáctico, enmarcado en un proyecto escolar, desde una unidad
didáctica o desde el plan de clase. Hemos matado el objetivo de
la poesía: hacer conscientes a
los niños y niñas de la realidad
en la viven. El lenguaje dentro
de la escuela es uniformado, gremial e institucional; no tiene en
su acontecer la posibilidad creadora de significar el mundo que la
humanidad trae consigo casi podría decirse en su propio ADN: la
historia vivida de los goces y los
miedos, la cartografía lingüística
de una expresión tan humana
que nos provoca confusión. Acudimos a lo que nos conforma con
las herramientas del verdugo. Se
trata de domesticar lo que dentro
de nosotros se revuelve con una
urgente necesidad de grito. Ese
ha sido el trabajo de la escuela,
domesticar a la poesía. Dijo Yves
Bonnefoy: “La poesía es la respuesta que se lanza en dirección
a la lengua, cuando nos preguntamos acerca de nuestras necesidades fundamentales. No es un
lugar para divertimentos, ni de la
experimentación existencial: es
el lugar de la exigencia de la responsabilidad.”
La poesía es una respuesta lanzada a la lengua. Si la filosofía
o la ciencia tienen como aparato
racional la pregunta, para el caso
de la poesía es la respuesta su
resultado. La poesía, sea lingüística, de la experiencia, intelectual,
fragmentaria o académica, se sumerge en los estados más subjetivos y personales de las personas. No tiene miedo de nacer de
ellos, no es ni prejuicio racional o
duda metódica. Es la conciencia
sintiente que se lanza a lengua.
La escuela no deja que sea la
poesía quien nos confronte con
la realidad. O como dijo el mismo
Bonnefoy: “Lo que ha ocurrido
es que el sistema educativo ha
tenido una preocupación sociológica, científica y psicológica que
ha desviado la atención de esta
relación que la palabra poética
establece con el mundo. Se ha
cambiado la experiencia poética
directa por la explicación del poema y esa reflexión académica ha
dado paso a una situación en la
cual la poesía no puede respirar.
He ahí el problema con la recepción de la poesía.” Agregaría en
referencia a la escuela básica,
que en ella se ha tenido una preocupación didáctica por la poesía.
Ha habido esa preocupación por
institucionalizar ese algo que, al
parecer, tiene valor por sí mismo.
En realidad, la poesía no tiene
utilidad pedagógica, por más que
las “científicas” investigaciones lo
sostengan.
La poesía, la necesaria poesía,
hace nacer en los lectores y las
lectoras, experiencias de un calado tan fulminante que les revela
aspectos de su existencia que,
normalmente, pasan desapercibidos. Esto no puede ser vivido
en comunidad escolar. Lugar que
tiene otros objetivos vinculados
a lo instrumental. La escuela es
un cementerio para la poesía. No
se leen poemas, dentro de la escuela, para sentir ese golpe que
derrumba y ofrece una claridad
de conciencia capaz de remover
los dolores o alegrías de quien la
lee. En la escuela se lee y escucha poesía para fortalecer el lenguaje en su etapa pre-lingüística,
para madurar el léxico o la sintaxis, para lograr un ritmo verbal o
por mera ocurrencia del Plan de
Asignatura. Se lee poesía para
jugar, para reír como autómatas.
Se nos bombardea con una cultura educativa que nos vendió
la idea de que la escuela nueva,
con su juego constructivo o las
competencias educativas y su
énfasis en la movilización de conocimientos, necesita de ciertos
elementos estéticos para nutrir al
niño o la niña, con eso humano
que se necesita para no parecer
totalmente gerencial. La poesía
no entra en la escuela porque
es, verdaderamente, peligrosa.
Significa, enfrentar a los alumnos
con la realidad, tan brutal como
despreciable. Por
esa razón se llenan las aulas de
rimas insignificantes, de versos sin
sentido, de giros
verbales insoportables, de frases
que de verdad sólo
tienen su propio sinsentido. La poesía en
la escuela no hace parte de las respuestas existenciales de la humanidad. Más bien,
se pierde en una insignificancia
didáctica que nada dice.
Entre los engranajes de este sistema educativo, no cabe la poesía. Mientras no haya una creación diferente que experimente
una alternativa verdadera en
contraposición del sistema educativo que sufrimos, la poesía
estará fuera de la educación escolarizada. En consecuencia, el
lenguaje, con su carga creativa
y consciente, con sus respuestas
más que con sus preguntas, no
será parte de ese mismo sistema.
No, porque la poesía representa
una forma de ligarse a la realidad
que nos revela la carga de dolor a la que estamos sometidos.
Los lazos que nos amarran al dolor y su interpretación. Nos hace
entender que la vida no sólo se
basa en la búsqueda de formas
para eliminar nuestro aburrimiento sistemático, sino que nos hace
posible su propia compresión.